domingo, 25 de octubre de 2009

Pink Turns to Blue

Cuando Luis Eduardo González dio las primeras proyecciones de resultados, la gente con la que estaba saltó de alegría: el único dato que consideraba confirmado era el único que para varios de los que estábamos allí era esencial; había triunfado la papeleta rosada, es decir, se había anulado la Ley de Caducidad.

Las semanas anteriores habían sido de una creciente angustia; al silencio publicitario casi total se había sumado un mucho más inexplicable silencio por parte de los principales actores de la izquierda, que parecían que era mucho más importante dedicarle infinitas declaraciones al hecho de si se es más de verdad si se vive en tal o cual modelo de casa. Pero cerca, demasiado cerca, de la recta final, la gente -no la izquierda institucionalizada- pareció despertar y pegar el grito acerca de algo evidente: la anulación de la Ley de Caducidad corría gran peligro de no ganar, y algunas encuestas aseguraban que cerca de un 40% de los votantes de la izquierda no pensaban apoyarla. Sin embargo en las dos últimas semanas hubo una reacción, y muchas elecciones se han ganado en las últimas dos semanas; si bien el FA seguía en un silencio ominoso, mientras se dedicaba a hablar hasta por los codos de cualquier otra cosa, las encuestas comenzaron a darle chance de vida a la moción, e incluso uno se encontraba con muchos votantes de los partidos tradicionales que te decían que también querían sacarse de encima esta vergonzosa ley de mierda.

Con la convicción de que en ese tema, el que me importaba, se había ganado, decidí que me merecía tomarme un trago a la salud del exorcismo popular que se acababa de lograr. Al llegar al bar, atravesando multitudes que gritaban como locos consignas acerca del gran triunfo del FA y de Pepe Mujica, veo a un conocido inclinado sobre la mesa. Me acerco a pedirle fuego, suponiéndolo borracho, pero cuando levanta la cabeza veo que está llorando. No lo conozco tanto y el llanto de un hombre me parece algo privado, así que prendí el cigarrillo, le agradecí y me metí en el bar. Adentro todo el mundo estaba muy serio y cuando me concentro en la pantalla dónde estaban pasando los resultados de las elecciones me doy cuenta de que las mediciones del Sordo habían fallado: el pleibiscito había fracasado y la Ley de Caducidad no había sido anulada por un 2%.

Entonces comenzó la conferencia de prensa de los candidatos del FA, y escuché a Danilo Astori asegurar que estaban muy contentos con los resultados -algo que sus caras desmentían claramente-, ya que aunque al parecer no sólo no habían ganado en la primera vuelta, no tenían mayoría parlamentaria y los dos pleibiscitos que teóricamente apoyaban habían sido rechazados, la distancia de los votos del FA en relación a los dos partidos tradicionales por separado había crecido. Me quedé pensando en si realmente Danilo Astori es un contador, o si los catedráticos de economía manejan matemáticas muy distintas a las mías: en relación al 2004, el FA perdió más de tres puntos de votos, y en relación a las encuestas de popularidad del actual gobierno, que todas lo ponen en un 60%, había conseguido sólo un 47-48% de los votos, y eso teniendo enfrente a un candidato hecho pedazos como Luis Alberto Lacalle y a alguien que carga con el karma de tener por apellido el de Bordaberry. Entonces le preguntaron a Mujica sobre el fracaso de los pleibiscitos, y el Pepe De La Gente, comenzó diciendo que había sido un error hacerlos junto a las elecciones nacionales, dónde los votantes se partidizaban mucho. Es decir, un error de los impulsores del referendum. Pegué una enorme puteada y me fui.

Me encontré con una chica semi-extranjera que vivió mucho tiempo en el exterior, y que estas eran las primeras elecciones uruguayas que vivía. Estaba triste porque no había salido la anulación, pero estaba más que nada extrañada por la especie de fiesta ambulante que bajaba y subía por la calle Ciudadela. Me contó que no entendía todo ese mar de banderas; en las elecciones que había vivido en Europa, me dijo, había manifestaciones y festejos, pero no esa obsesión identificatoria, ese despliegue de símbolos y cantos que sólo podía asociar con el fútbol. Le dije que sí, que era fútbol, y que estaban festejando el haber llegado al repechaje. Es una chica increíblemente atractiva con la que he tenido poco contacto, y la oportunidad era ideal para invitarla a tomar algo y hablar sobre otros países y otras alegrías. Pero yo no estaba alegre y no tenía nada interesante que decirle, así que me fui.

Un amigo me invitó a sentarme en su mesa, perplejo por el resultado y por el remolino de entusiasmo al parecer inquebrantable que nos seguía rodeando. A lo lejos se escuchaban los fuegos artificiales de la Plaza Matriz, dónde se juntaban los del Partido Blanco; ellos en realidad tenían algo que festejar. De pronto una cuerda de tambores apareció por Ciudadela y se puso a tocar frente al bar, y muchos de los asistentes se les sumaron para bailar en la calle, cantando consignas del FA y asegurando que en noviembre iban a humillar a los blancos en el ballotage. Los bailarines eran todos gente muy joven, y muchos de ellos muy atractivos, e irradiaban una alegría al parecer irreductible. Me quedé pensando en que realmente estoy viejo, y que no entiendo la celebración como un simple festejo de identidad, la celebración por sí misma, de la misma forma que no entiendo muchas canciones de los últimos años del rock uruguayo. Para mí se celebran las cosas buenas y edificantes de la vida, y se lloran las oscuras y humillantes. No es mucho más que eso. Me vino a la cabeza una estrofa de una canción de Bob Dylan que hace años que no escucho y que nunca fue de mis favoritas: "Señor, señor / let's disconnect these cables / Overturn these tables / This place don't make sense to me no more / Can you tell me what we're waiting for, señor?"

Me quedé mirando a los bailarines sin sentir ni siquiera furia; todos eran muy jóvenes. Cuando uno es joven tiene derecho a ser imbécil. Yo lo he sido, ustedes también. Lo que no se tiene derecho es a ser insensible.

De pronto aparecieron unas amigas de mi acompañante y nos invitaron a salir de la proximidad de los tambores. Fuimos hasta una casa cercana a tomar cerveza y jugar al truco. Hacía años que no jugaba al truco y es algo que extrañaba. Las chicas eran tan lindas como simpáticas y ponían lo mejor de ellas para alegrarme y sacarme de mi mutismo. Pero no podía contar bien los tantos, desperdiciaba cartas y no podía mentir bien. Perdí un par de partidos y aunque era temprano decidí irme. Puta madre; pocas cosas me gustan tanto como el truco y las mujeres graciosas, pero no estaba allí, así que era al pedo que me quedara.

Me fui caminando por una Rambla Sur vacía y azotada por el viento, escuchando en el mp3 "Ezekiel 7 and the Permanent Efficacy of Grace", la extraordinaria canción que cierra el último disco de los Mountain Goats. El tema, inspirado en un pasaje apocalíptico del Antiguo Testamento, habla sobre alguien, al parecer un criminal, que maneja entre una lluvia torrencial, que lleva a alguien atado en su coche hacia Mexico y se detiene ocasionalmente para inyectarse heroína. Es increíblemente triste y espiritual a la vez, a pesar de lo sórdido de su tema; una canción sobre un mundo arrasado en secreto. Pero entre la melodía se me colaban los cánticos de hinchada políticos que ya no sonaban pero que seguían en mi cabeza.

Hace veinte años sentí, cuando ganó el voto amarillo y se confirmó la Ley de Caducidad, que el mundo moral en el que creía se derrumbaba y que estaba rodeado por la oscuridad; hoy sin embargo no sentía lo mismo -a pesar de que las condiciones para que no sucediera lo mismo otra vez eran infinitamente mejores, una ventaja inútil-, sino simplemente una especie de cansancio resignado. En un mes habrá ballotage y se decidirá si es mejor tener a José Mujica como presidente o a Luis Alberto Lacalle; el panorama es favorable a Mujica, pero no tan seguro como creen algunos que hoy se me acercaban a decirme que no importa, que en noviembre esta decepción se va a convertir en felicidad y que el cambio no se va a detener en Uruguay. Tengo que darles la razón, el cambio parece estar yendo a mucha más velocidad de la que yo creía. Pero en otra dirección.

Me parece bien que se movilizen durante este mes por eso, se los dejo a ellos y a su oposición binaria entre países posibles. El país al que creo que yo pertenezco no contó en estas elecciones y no va a contar en el ballotage. Y acaba de ser derrotado, en forma definitiva. Uruguay acaba de marcar el hecho histórico de ser el único país que conozco que ha decidido, en forma democrática, no castigar a los peores monstruos de su historia moderna no una sino dos veces. Eso sí que es algo nuevo en el mundo, mucho más original que el Plan Ceibal. A más de cien años de la reforma educativa vareliana, a más de 70 de la impresionante modernización social de José Batlle y Ordóñez, a más de 50 del inesperado e improbable triunfo de Maracaná, tal vez sea un mojón sobre el que se edifique una nueva nacionalidad viscosa, ante la que me declaro permanentemente extranjero.

martes, 29 de septiembre de 2009

Decisiones

Había escrito un post larguísimo sobre el pleibiscito sobre la anulación de la Ley de Caducidad. Había escrito sobre la vergüenza y la mugre y la cobardía y el horror, y la oportunidad de limpiar un poco. Sobre el recuerdo terrible de 1989, cuando me dio asco vivir en Uruguay. Sobre la repulsión que me producían las imágenes publicitarias del "Sí", con niños y muchachas sonrientes producidas por publicistas imbéciles que siguen sin entender -a veinte años de aquellas chotas que bailaban con calzas verdes, como si el Voto Verde fuera la legalización del porro- que se estaba hablando de un tema serio y trágico. Sobre una izquierda frenteamplista que ya no significa nada para mí, que va a votar a un candidato al que le dan pena los "viejitos" represores encarcelados y que no movió un puto pelo de su bigote para hacer algo por el voto a la papeleta rosada. Sobre esos militantes imbéciles a los que les importa más el humillar a los votantes de los partidos tradicionales, como si fuera un partido de fútbol, que el limpiar la inmundicia de ser conocidos como un país de cómplices de tortura. Sobre la historia reescrita por los ahora vencedores, y apelando una vez más a la teoría de los dos demonios, pero ahora embellecida como la historia de San Jorge y el dragón. Sobre el no confundirse ni mezclar el tema con el del voto epistolar, al que me opongo totalmente y fue propuesto por especulación electoral sin pensar dos minutos acerca de su injusticia fundamental. Sobre mi afecto a los emigrados y mi deseo de que no se metan en mi vida si no van a compartirla. Sobre el silencio, sobre la comunicación, sobre la rara oportunidad histórica de compensar un momento fatídico en el que la democracia se convirtió en un río de mierda.

Pero no vale la pena a esta altura de las cosas publicar algo tan largo; en parte por las complicaciones de lectura y, sobre todo, por lo sencillo del asunto. Es decir, nada; voten la papeleta rosada y eliminen esa ley podrida. Espanten la maldición.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Fui a ver a Kiko Veneno

Hace unos quince años un músico amigo con el que tocaba me entró a romper los huevos con Kiko Veneno. Yo estaba en pleno estado de hispanofobia, al menos en relación a la música de la Madre Patria, particularmente si se trataba de algo medianamente telúrico. Pero alguna canción me llamó la atención, y después otra, y después otra. En poco tiempo resultó que, estando dando mis primeros pasos en la guitarra, la quinta o sexta canción que aprendí a tocar en mi vida fue "Joselito".

Ayer fui a ver a Kiko Veneno, que anda por los sesenta años, en plan fetichista, a ver de cerca a alguien cuya música había sido tan importante para mí en algún momento, a hacer el ritual de reconocimiento.

Y la hizo mierda; los que fueron lo saben. De hecho para mí fue la definición de cómo alguien puede hacerla mierda arriba de un escenario, de cómo no podés distraerte, de cómo usar el castellano como si no hubieran palabras privilegiadas, de cómo pelar sin aturdir.

Y nada, qué me voy a extender sobre el asunto, "para qué quieres la información / si no la usas".

Kiko garpa.

viernes, 14 de agosto de 2009

La noche de las otras personas

"The kids of today should defend themselves against the 70's / It's not reality / It's just someone else sentimentality / It won't work for you" (Mike Watts)

A pocos días de la Noche de la Nostalgia, las radios de los ómnibus ya han cambiado su programación al conjunto de canciones que Montevideo asocia con la más personal, y en cierta forma patética, de sus celebraciones. Creada por uno de los disc-jockeys más notorios de los tiempos de la dictadura, la Noche de la Nostalgia tiene la extraña peculiaridad de no responder a los modelos de nostalgia generales o adecuados para cada generación, sino de haberse quedado -por lo general- fosilizada en un momento musical determinado.

La Noche de la Nostalgia fue creada durante la edad de oro de los Disc-Jockey -una especie distinta a los DJ- como Lulo, Berch Rupenián, Henry Mullins y Pablo Lecueder, el hombre que la inventó en 1978, y de alguna forma tiene su eje estético en la música que ellos pasaban en aquel tiempo -ignoro qué era lo que pasaba Lecueder en las primeras de estas fiestas-, es decir, básicamente la música disco y pop de la década de los 70. Era plena dictadura militar, y estos disc-jockeys habían ocupado el vacío musical producido por la prohibición de casi todos los artistas locales de importancia, y por el aislamiento cultural de los procesos musicales de importancia en el exterior. Sería injusto adjudicarles el rol de carneros culturales a estos disc-jockeys, ya que la tendencia era mundial, pero es imposible ignorar que ellos musicalizaban, tal vez involuntariamente, la fiesta que en cierta forma tapaba de sonido y alegría el horror o el ostracismo al que estaban reducida la cultura nacional. También es imposible ignorar el mal gusto general de lo que se puede considerar ya un subgénero musical: los temas de la Noche de la Nostalgia.

En una entrevista que le hicieron recientemente en Freeway, el director Álvaro Brechner resumía en forma clara lo que pienso sobre la Noche de la Nostalgia, al hablar sobre algunas características de su película Mal día para pescar. Decía: "Eso tiene mucho que ver con la nostalgia, con esa cosa terrible que en Uruguay tenemos algo como tan marcado pero que es un sentimiento del que no puede venir nada bueno. La Noche de las Nostalgia, por poner un paradigma, es la cosa que más me deprime de Uruguay (...) Hace poco me enteré de dónde viene la palabra nostalgia: de "nosteo" y "ageo". Son dos significados: volver a la patria y dolor; es la idea de vivir volviendo al pasado con dolor, es la herida de volver al pasado. Eso es algo que me resulta trágico, porque impide absolutamente avanzar: ¿qué fantasí vas a tener si vivís en la nostalgia? Por otra parte es un sentimiento terriblemente poderoso, del cual es difícil desprenderse".

No soy un tipo nostálgico, realmente no paso ni una hora a la semana evocando momentos más fuertes, más intensos o más jóvenes de mi pasado. No estoy tan a disgusto con mi presente como para tener que meterme en una máquina del tiempo autista e intentar reproducirme como el que ya no soy ni nunca voy a volver a ser. Mucho menos como el que no fui. Pero, ¿tengo nostalgias? Claro que sí. Muchas, y estoy edificado sobre ellas.

Tengo nostalgia del enclenque muelle de la Parada 24 y de convertirnos en comandos con mis primos, disparándonos con metralletas invisibles entre los pilares de madera.

Tengo nostalgia de ir al cine con mi compañera de clase con la quería salir, de ese espacio de posibilidades antes de que prefiriera salir con otro, como lo hizo.


Tengo nostalgia de la blanquísima primera nieve de Chicago, y de no tener la menor idea de qué estaba haciendo allí.


Tengo nostalgia de la paliza que le dimos a aquel rugbier cuando decidió que Federico era muy bajito y que se merecía una trompada por hablar con una chica tan linda.


Tengo nostalgia de Silvio Rodríguez cantando sobre aviones ante el silencio más profundo y reverente que haya regalado una multitud.


Tengo nostalgia del abanico de gaviotas levantando el vuelo ante el primer rayo de sol en la punta rocosa de Cabo Polonio.


Tengo nostalgia de cuando P. usó mi brazo como almohada en el tren hacia Martínez y se quedó dormida.


Tengo nostalgia de la última noche antes de que ganara el voto amarillo, cuando ninguno de nosotros creía a pesar de las encuestas que estuviéramos viviendo en un lugar tan horrible.


Tengo nostalgia del cielo abierto alrededor del ombú de Luis de la Torre, cuando los arquitectos no lo habían cercado de edificios feos. Tengo nostalgia de las bicicletas y los perros callejeros de Pocitos, cuando no habían sido atropellados por marbuntas de autos modernos.


Tengo nostalgia de cuando no entendí "Desolation Row", pero supe exactamente lo que estaba diciendo.


Tengo nostalgia de aquella rubia desconocida que me apartó de la temida pista de una fiesta de quince, alrededor de la que giraba tímidamente, y me dio un beso de lengua. Tengo nostalgia de sus tetas, que me dejó tocar por encima de su vestido negro.


Tengo nostalgia de caerme de un taburete en un pub irlandés de Brooklyn, escuchando a "If I Should Fall From Grace of God", y de la belleza polaca de Michelle, que elegantemente se cayó del suyo minutos después y me hizo sentir mejor.


Tengo nostalgia de mi remera de Dead Kennedys pintada a mano.


Tengo nostalgia de Mike Tyson mordiéndole la oreja a Evander Holyfield, mientras lo alentábamos gritándole al televisor entre las mesas de Periplo.


Tengo nostalgia de lanzarme en skate por la bajada de 26 de marzo.


Tengo nostalgia de la silueta de Florencia en traje de baño, en una piscina entre las sierras de Córdoba, y de mis compañeros de clase reconociéndome finalmente que tenía razón y que no había ninguna otra en el liceo que estuviera tan fuerte.

Tengo nostalgia de subir a un escenario sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo, con aparatos en los dientes y completamente sobrio.

Tengo nostalgia de conocer al panameño en un bar de Los Botes, mientras ambos intentábamos levantarnos a M. y nos mirábamos con recelo. Tengo nostalgia de cómo nos emborrachamos, muertos de risa, cuando la muy perra se fue con un surfista, ya convertidos en amigos instantáneos y compañeros de frustración.


Tengo nostalgia de ganar al pool.

Tengo nostalgia de la balsa de madera en el centro del lago artificial de Iporá, y de perder innumerables partidos de truco ante colosales oponentes locales.


Tengo nostalgia de mi tía, puteando como un camionero a los automobilistas que se le atravesaban por la Roosevelt, y diciéndome que no repita esas palabras frente a mi abuela o mi madre.


Tengo nostalgia de contemplar a un grupo de niños arrojándose por las dunas de una isla mediterránea en la película Kaos, mientras yo trataba de acomodarme en las incómodas butacas de Cinemateca Pocitos, convencido de estar viendo la escenificación perfecta de todos mis sueños.


Tengo nostalgia de casi todas las mujeres con las que estuve.

Tengo nostalgia del propoleo sobre mis terribles quemaduras de sol en La Paloma, de su mano refrescante, de pasar días sin comer entre tablas de surf, sin un mango ni ninguna preocupación.
Tengo nostalgia de estar sentados con Denise, totalmente agotados y semi-dormidos en un boliche y que empiece a sonar "Sympathy for the Devil". Tengo nostalgia de ella levantándose a pesar del cansancio y diciéndome, "tenemos que bailar la canción del diablo".

Tengo nostalgia de hacer dormir en mis brazos a mi sobrino, escuchando "Andalucía" por Yo La Tengo.


Tengo nostalgia de beber cerveza sobre el pasto de Villa Biarritz, examinando revistas subterráneas y planificando destruir la estética de Montevideo.

Tengo nostalgia de la voz de Zitarrosa como único sonido en la inmensidad sobrenatural del atardecer en un campo de Tacuarembó.


Tengo nostalgia de la siesta.


Tengo nostalgia de estar escuchando R.E.M. en Aguas Dulces, y sospechar que tal vez había estallado la Tercera Guerra Mundial. Pero no nos importaba porque nos sentíamos bien, ¿no es cierto?


Tengo nostalgia del acento exageradamente porteño de Denise y de caminar largas cuadras de Belgrano para beber el mejor vino, en pingüino, que haya tomado en mi vida.


Tengo nostalgia de mi último cumpleaños, hace tan sólo unos meses. Tengo nostalgia de encontrar al otro día mensajes alegres y dibujos garabateados por mis amigas en papeles, bajo los imanes de mi heladera.

Tengo nostalgia de las parejas bailando lambada a la tarde en la playa de Arraial D'Ajuda, lentamente, como cogiendo con infinita ternura, al sonido de "Caminando por la calle" de los Gypsy Kings.

Tengo nostalgia de ver una casa ardiendo en la noche de Punta del Diablo. Tengo nostalgia de cuando no había nada que hacer en ese balneario.

Tengo nostalgia del hechizo generado por un japonés tocando el Ave María con una armónica eléctrica en una de las paradas de subte de Park Avenue.

Tengo nostalgia de fumar largos porros en Parque del Plata y luego vaciar un árbol de nísperos, inesperadamente convertidos en la más deliciosa de las frutas.

Tengo nostalgia de sentarme solo en una mesa de La Ronda, volviendo de un concierto en homenaje a un amigo muerto, y escuchar por primera vez la versión de Johnny Cash de "Hurt", sintiéndo que cada palabra y cada nota me atravesaban como pequeños taladros de emoción en estado puro.

Tengo nostalgia de las chicharras.


Tengo nostalgia de traducirle a alguien "Kentucky Avenue" mientras la escuchábamos, y verla llorando ante la sorprendente evidencia de que existiera una canción tan triste.


Tengo nostalgia de la ominosidad sombría de la Cárcel de Punta Carretas, oscureciendo el barrio como si fuera el castillo de un monstruo.
Tengo nostalgia de los brazos que saludaban desde atrás de las rejas.

Tengo nostalgia del Darno recibiendo como el caballero que era a mi acompañante al concierto para el que él me había regalado dos entradas.

Tengo nostalgia de leer Trópico de Cáncer pensando que era un libro porno y de darme cuenta de que no estaba sólo.

Tengo nostalgia de ir a ver The Wall con mi madre, porque la película no era apta para menores de 18 años, y yo estaba lejos de tener esa edad o parecerla. Tengo nostalgia de su alegría al salir, contenta de haber podido compartir algo, aunque fuera una película anti-madres, con su hijo adolescente y voluntariamente incomunicado.

Tengo nostalgia de encontrar a P., radiante y aún soltera, en la playa de Punta Rubia. Tengo nostalgia del oscilante trayecto nocturno con Jorge por la playa hasta La Pedrera, cayendo en los pozos en la arena, totalmente colocados y sin poder dejar de reírnos. Tengo nostalgia de volver a encontrarla algo borracha en la fiesta de clausura de una fonda, y que deshaciéndose de sus numerosos pretendientes, nos concediera su compañía y su gracia asombrosa.

Tengo nostalgia de mis rituales de silencio en la iglesia de Gonzalo Ramírez, de encontrarme allí pensando por primera vez en mucho tiempo en forma correcta, con una plegaria en mis labios dedicada a un Dios en el que no creo, pero cuya liturgia parece apaciguar algunas partes de mi cerebro y mi pecho.

Tengo nostalgia de la cabezota de mi perro asomándose desde el recodo de la escalera, y del ruido que hacía su cola golpeando la pared cuando reconocía que era yo.

Tengo nostalgia del miedo de caminar por las calles nocturnas de Nazaré, con un guía que suponíamos que nos llevaba a una trampa. Tengo nostalgia del culo perfecto de Simone, semi tapado por su larguísima cabellera castaña, moviéndose al ritmo de la batida sensual de los tambores de Ilyé Ayé.

Tengo nostalgia de cuando eras la medida de todas las cosas.


Todas esas nostalgias pertenecen a un mundo extra-territorial y extra-temporal, imposible de definir con una estética, con una fecha determinada. Son magdalenas proustianas de mi patrimonio de recuerdos y estoy feliz de que estén conmigo; jamás se me ocurriría intentar revivir ninguna de ellas escenificándolas o regresando a los mismos lugares para que se repitan, algo que cualquier persona sensata sabe que es tan imposible como rejuvenecer. Ninguno de esos momentos tienen que ver con pistas de baile, con globos de espejos, con Boney M., con la nostalgia mimética de otras vidas que no son la mía, y el que algunos hayan ocurrido en Uruguay es totalmente irrelevante. Soy consciente de que la Noche de la Nostalgia, alimentada por camadas de nuevas generaciones, ha ido mutando, y que hoy en día comienza a parecerse más a lo que es Halloween en Manhattan -una buena excusa para disfrazarse y beber como un cosaco-, o lo que sería un carnaval en el que no se hubiera erigido un muro entre los que participan y los que observan. Y cualquier excusa es buena para pasarla bien, decía un tipo haciéndose un piercing en el glande.

Pero yo no salgo las Noches de la Nostalgia, no evocan nada de mis mundos ni de lo que me parece vital o divertido. Yo no colaboro con la imitación curricular de la alegría ni con la localización de la misma en el pasado. Y no salgo a beber los días en los que sale a hacerlo el palomaje que se contiene el resto del año. Fuck You and the Horse You Rode On.

miércoles, 29 de julio de 2009

Nociones de sensación térmica

Toda la calefacción de mi casa es una salamandra de principios del Siglo XX; es un objeto hermoso de hierro fundido y con una moldura de un dragón -o posiblemente una salamandra adragonada- sobre la puerta. Funciona a carbón o leña cortada en astillas y demora bastante tiempo en calentar. Una vez que lo hace permanece caliente varias horas y alcanza para templar casi todos los ambientes de mi hogar.

Pero es miércoles y estoy metido a las nueve de la noche en mi cama, con todas las frazadas y mantas que tengo encima mío. Afuera la temperatura ronda el cero grado pero los meteorólogos dicen que la sensación térmica es de varios grados bajo cero. Les creo. Abajo de las frazadas es el único lugar dónde puedo estar sin sentirme un soldado alemán en Stalingrado. No prendí la salamandra. No tengo carbón y no tengo un mango para comprar una bolsa. Según el gobierno soy parte de la franja pudiente, de las personas de altos ingresos a quienes no les cuesta nada sacrificarle al IRPF una buena parte de su sueldo. Sin embargo no me siento así; hay cero grado y no puedo comprar una bolsa de carbón. Y es recién 22 de este mes.

Abajo de las mantas estoy bien y me duermo muy temprano. A la mañana me despierto tiritando porque me destapé durante una pesadilla de la que sólo recuerdo borrones. A cuatro cuadras de mi casa alguien con quién estuve conversando tres días atrás acaba de estrellarse contra una columna y está muerto.

***

Desde mi adolescencia siempre defendí el invierno ante mis amigos, que parecían no poder asociar ninguna clase de felicidad intensa con algo que no fuera el verano, estación en la que yo me sentía torpe e inadecuado. Yo amaba la ropa de invierno, amaba el salir a la calle sin más que mi nariz al descubierto, vestido como un soldado finlandés patrullando los alrededores de Viipuri. Amaba el despojarme de esa ropa frente de una estufa a leña ardiendo, escuchando música melancólica y bebiendo vino en copa, hablando de nada. Amaba estar con una chica cálida e ir levantando las numerosas capas de tela que la cubrían hasta encontrar la piel tibia. Amaba la lluvia reventando contra la claraboya y amaba estar al resguardo de ella. Hoy en día me doy cuenta de que ya no amo tanto al invierno y que prefiero estar en una mesa de verano o primavera al atardecer, tomándome un whisky y observando los ombligos de otras chicas, vestidas con remeras deliberadamente cortas.

Luego de nueve años sin hacerlo empecé a fumar otra vez. Una noche, en una semana de un increíble stress al que ni la música ni el alcohol parecían debilitar, le pedí un cigarrillo a un amigo. A las tres pitadas ya me sentía más relajado y los problemas me parecían más blandos.

Tengo que volver a dejar de hacerlo, porque noto que las resacas se hacen más largas y que mi voz está desapareciendo. Pero veo a Tabaré Vázquez en la Cumbre del Mercosur predicando acerca de los mil y un males del cigarrillo, y siendo saludado como un apóstol de la vida. Como el hombre que encontró el dragón al que derrotar. Me alegro de no ser parte de su cruzada; otra virtud del cigarrillo.

***

La expresión de "sensación térmica" aplicada a una supuesta exageración de la percepción de la inseguridad ciudadana fue acuñada por el ex Ministro del Interior José Díaz, pero la prensa de la oposición de derecha insistió en adjudicársela, una y otra vez, a su sucesora, Daisy Tourné, a la que odiaban con fervor. La expresión de Díaz no era gratuita y correspondía a la exageración casi histérica de los medios, particularmente los vinculados con la oposición, en relación al tema de la seguridad, instalado según las encuestas en un lugar central dentro de las preocupaciones de los montevideanos. Pero aunque su diagnóstico sobre el manejo intencionado de esta preocupación por medios nada inocentes era válida, la expresión cayó muy mal. El que un problema sea utilizado por intereses políticos no quiere decir que el problema no exista, y hablar de que la inseguridad ciudadana tiene algo de "sensación térmica" -es decir, de percepción irreal- resultó terriblemente ofensivo para quienes habían sufrido un delito o eran cercanos a alguien que lo había hecho. Y esos eran, y son, muchos.

El Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad -creado por este gobierno en el 2005- hace poco reveló las nuevas cifras sobre crímenes y delitos ocurridos el último semestre. Las cifras eran más bien aterradoras; con un claro ascenso de los homicidios y los delitos sexuales. Pero el Ministro del Interior Jorge Bruni tenía algunas buenas noticias: las rapiñas habían crecido en menor proporción que en semestres anteriores, lo que permitía hablar de un descenso de los índices de delito. Un economista se hubiera vuelto loco tratando de explicar por qué algo que aumentó en realidad disminuyó, basado en la razón de que aumentó menos que antes.

Meses antes, Daisy Tourné -ante un informe anterior- dijo que las cifras eran buenas porque solamente las rapiñas habían aumentado -un 20%- pero que los demás delitos seguían más o menos en sus números que en el 2002. La misma lógica anterior; pero en el 2002 el país estaba quebrado y con los peores índices de desempleo y pobreza que se hubieran visto desde el fin de la dictadura, y en este momento el gobierno podía exibir con orgullo un desempleo de apenas un 7%, una cifra cercana a lo que se considera "pleno empleo" en economía. Si ante variables económicas claramente mejores, los delitos se mantenían -e incluso aumentaban- en los mismos términos de cuando el país había estado al borde del colapso, entonces había un problema que no explicaban las teorías deterministas sobre el factor pobreza y necesidad. Ahí había otra cosa, un problema sociológico y cultural para el que la izquierda no tenía respuestas ni nombres que darle, y mucho menos una solución inmediata. Todavía no la tienen. Cuando los aprietan dicen que es todo culpa de la pasta base.

***

Me encuentro con una amiga a la que veo muy poco. Se acaba de divorciar y tiene dos hijos pequeños, así que sus oportunidades de salir y divertirse un poco son casi inexistentes. Pero esa noche dejó a sus niños con su hermana y decidió salir a tomar un trago conmigo. Está de buen humor y me cuenta que el trauma del divorcio le está resultando más suave de lo que creía. Hace poco tiempo murió su madre -su padre había muerto unos años atrás- y fueron tiempos muy difíciles para ella, pero la está llevando bien y, al menos en ese momento, se está divirtiendo.

Me muestra su celular nuevo. Es un Nokia bastante barato, pero según ella mucho mejor que el que tenía antes, al que describe como una mierda prehistórica. Cada tanto abandona brevemente la conversación para mandarle un sms a su hermana para ver cómo están sus hijos. No me importa la distracción porque cuando está atenta es una de las personas más graciosas que conozco. En un momento salimos a fumar y nos quedamos conversando con una conocida mutua. Yo entró a buscar un trago y me quedo un par de minutos charlando con el mozo. Cuando salgo retomamos la charla hasta que ella vuelve a buscar el celular porque no le contestaron una pregunta que había enviado. No lo encuentra; le había desaparecido de su bolsillo. También había desaparecido un personaje habitual que suele merodear el boliche desde hace años, mangueando en forma ininterrumpida y generalmente molestando a los clientes, aunque algunos lo encuentran simpático.

Le ofrezco el mío pero no se acuerda del número de su hermana, y además la noche está arruinada. Nos despedimos y quedamos en vernos en otra ocasión, y ella se va a ver en qué están sus hijos. Yo me voy a casa.

A los pocos días estoy en el mismo lugar y vuelve a aparecer el personaje que posiblemente se había ganado un celular aquella noche. Me dice "¡amigo! ¿no me da una moneda?". No; y no soy tu amigo.

***

Me conseguí una copia de Let the Right One In, la película de vampiros sueca de la que todo el mundo crítico estuvo hablando pero que sigue sin estrenarse en Uruguay. Le tenía un poco de desconfianza porque las reseñas insistían en que era una revolución en el cine de terror, y en ese género yo soy un clasisista. Además no me gusta el cine sueco.

Decidí empezar a verla una noche, demasiado tarde, para al menos tener una idea de qué se trataba pero convencido de que me iba a dormir a los veinte minutos. Dos horas después estaba todavía despierto y convencido de que acababa de ver una de las mejores películas que caía en mis manos desde hace muchos años, y un nuevo clásico del cine de horror.

Let the Right One In es una película increíblemente fría y cálida a la vez; llena de cabos sueltos, de datos imprecisos, de personajes que dan una clara y definida impresión individual pero sobre los que al mismo tiempo no sabemos casi nada. De violencia y ternura simultánea. De hecho es una película sobre la atracción de los opuestos, pero no solamente la evidente entre la vampira centenaria con cuerpo pre-adolescente y su amigo de doce años, sino también entre el horror y el afecto, entre la belleza de la fotografía invernal de la nieve y la textura granulosa, casi de realismo socialista, del suburbio de Estocolmo, entre lo refinado y lo grotesco. No hay moralidad en sus personajes, solo sentimientos y el que predomina es el de la soledad, renuente y finalmente combatida en un campo de batalla que no tiene nada que ver con los conceptos del bien y el mal.

No leí la novela de John Ajvide Lindqvist en la que está basada. Las críticas son excelentes pero dudo que sea mejor que la película; tan sólo con leer en el resumen de la Wiki algunos datos que en la película permanecen nebulosos y que, al parecer, en la novela se desvelan, me convenzo de que seguramente sea menos sugerente que su versión cinematográfica. Me encantan esas películas de horror en las que nada se explica demasiado, películas como The Suicide Club o varias de las de David Lynch, que operan en el terreno extrañado de las pesadillas. Y me encantan las películas de horror como Let the Right One In, siempre conscientes de que hay una igual cuota de espanto tanto en los monstruos sobre las que giran como en el entorno apacible que vienen a perturbar.

***

Este es mi primer invierno sin perro en nueve años. Pienso en él en esas noches heladas, eran las únicas en las que lo autorizaba a subirse a mi cama y a dormir sobre las mantas, encima de mis pies. Luego las mantas tenían olor a perro, pero valía la pena. Recuerdo como roncaba y cómo gruñía o lloraba completamente dormido, acosado por sueños de perro de los que no sabemos nada.

Mis amigos me dicen que me hace falta una novia. Puede ser. Yo creo que me hace falta un nuevo perro.

***

El frío ahuyenta a la gente de las calles, y estas se vuelven mucho más peligrosas para los que necesariamente tienen que transitarlas.

Una amiga me dice que no va a poder salir conmigo como habíamos convenido. La noche anterior, volviendo de un recital la arrastraron por la calle para robarle la cartera y se lastimó las rodillas. Está impresionada y no se siente ni lo bastante sociable ni alegre como para moverse de su casa.

Tuvo suerte; hace unos meses a otra chica que conozco dos tipos la molieron a patadas en el suelo para robarle el celular. Terminó con una fisura de tibia por la que tuvo que usar bastón durante semanas y someterse a una larga y dolorosa fisioterapia. Ambas son bastante parecidas, veinteañeras, bajitas y no pesan mucho más de cincuenta kilos.

A una compañera de trabajo la robaron tres veces las mismas tres malandras en los alrededores de Tres Cruces, uno de los epicentros de Montevideo. Ella también se divorció este año y tiene más de un trabajo para poder mantener, apenas, a su casa y a su hijo. En la seccional de la zona le dicen que sí, que saben quienes son las ladronas, que siempre están en la vuelta de la Plaza de la Bandera, pero que son menores y cuando las detienen están tres horas después en la calle nuevamente.

Una de sus compañeras de sección fue asaltada también hace unas semanas. El chorro le dijo "dame la plata o te robo". Nos reímos mucho cuando lo contaba. Pero en el fondo no tiene nada de gracioso.

Abro un diario y leo la noticia de que una chica de trece años fue raptada, violada y asesinada. Se llama exactamente igual que mi sobrina, que tiene trece años. Durante los dos segundos que demoro en pasar de las primeras líneas hasta la que aclara que el crimen fue cometido en Florida, que el segundo apellido es diferente al de mi sobrina y que el asesino está detenido, siento un vértigo que no quiero volver a sentir en mi vida.

Las mujeres son las víctimas favoritas de todos los delincuentes modernos, tanto dentro como fuera de sus casas. Si fueran un grupo político se hablaría de persecución o incluso de terrorismo y exterminio, habría marchas multitudinarias defendiendo la democracia y las garantías de ese grupo acosado por torturadores y asesinos. Pero la criminalidad contra las mujeres es vista como si fuera una fatalidad inevitable, "y... es la sociedad fracturada, es la pobreza, es la pasta base, es el hogar detonado, es el consumo, es el Siglo XXI". Sí, ¿y qué?

Trato de imaginarme qué le pasa por la cabeza a un par de tipos capaces de patear brutalmente a una chica en el piso para sacarle un puto celular. No puedo; me resulta mucho más fácil tratar de imaginar en qué sueñan los perros, al fin y al cabo criaturas con muchos más principios básicos que estos espectros repugnantes cuya suerte, desventura o justificación me dejó de importar hace tiempo.

***

La serie de documentales de La Historia de la Música Popular Uruguaya es posiblemente el mejor producto audiovisual que jamás se haya hecho para la televisión uruguaya. Juan Pellicer demoró ocho años en terminar los quince capítulos que la componen y es evidente que ninguno de ellos fue sabático; se trata de uno de los mayores trabajos de estudio -por parte de Pellicer y su grupo- que se hayan hecho sobre -perdón por la redundancia- la música popular uruguaya de las últimas cuatro décadas. No hay mucho material bibliográfico al respecto, y esta serie llena el vacío con asombrosa calidad. Y con no menos asombrosa generosidad y falta de prejuicio; conozco a más de úno -incluyéndome- que quedaron totalmente sorprendidos al comprobar que más allá de lo que culturalmente se suele inscribir en el libro de oro de dicha música, esta serie incluye a varios discriminados, como la música tropical o el folclore más bien de derecha, que suelen caerse afuera del canon. Y los incluye con todo el respeto que se merecen.

No dan ganas de salir al frío cuando emiten La Historia de la Música Popular Uruguaya en un canal público que, por una vez, parece indiferente a otra cosa que no sea ofrecer la mejor televisión posible sin pensar en el mínimo común denominador. Es un espacio de calidez y homenaje a una tradición uruguaya mucho más gloriosa que la futbolística y mil veces más ignorada y subestimada. La tradición de un grupo de gente que sin recompensas y poco respeto creyeron que en Uruguay se podía generar un calidoscopio musical original y poderoso que, en un país de población mínima, dio dos o tres generaciones de compositores que naciones diez o veinte veces más poblados no ha conseguido alinear.

Hay muchos momentos emocionantes en esta serie; Jaime Roos enseñando a tocar "Cometa de la farola", el Darno explicando con sinceridad desgarrada cómo la dictadura le cagó los mejores años de su carrera, el Sabalero reconciendo que los músicos exiliados estaban en realidad en una situación mucho mejor que los que se habían quedado acá -a pesar de lo cual los locatarios fueron mucho menos reconocidos, un integrante de Combo Camaguey explicando cómo la introducción del sintetizador les permitió librarse de la tiranía de los clubs de música popular en los que habia piano, los Estómagos hablando de la total desprotección en la que se movía el rock de los 80... muchas cosas. Y está, como resaca lúcida, la clara evidencia de que hubo un tiempo en que la música era mucho más importante. Y que los nexos formados alrededor de ella también.

***

La gripe A introdujo un nuevo elemento, antes desconocido para casi todos nosotros, en nuestras casas: el alcohol en gel. Por curiosidad me compro un frasco, y en pequeño acto de mariconería elijo uno perfumado de aloe vera. No sé si sirve para un carajo, pero tras pasarme el gel por las manos, las mismas me quedan perfumadas con agradable aroma a alcohol y aloe. Horas después de hacerlo sigo sintiendo ese olor fresco en el dorso de mis manos.

Una noche descubro también que es excelente para encender los tercos carbones de mi salamandra, y por un minuto es humo con olor a aloe lo que ambienta mi casa.

***

El sociólogo Rafael Bayce es entrevistado por la diaria sobre el tema de la minoridad delictiva y los grupos que son percibidos como difusores de códigos violentos (las barras de fútbol, algunas tribus urbanas...). Bayce, con quién suelo coincidir sobre todo en su visión legalizadora de las drogas, ha asumido desde siempre el papel de defensor de los sectores marginales, y es de los pocos que se molesta en dar el punto de vista de los mismos. En la entrevista, Bayce defiende a estos grupos de pertenencia, como aglutinadores de identidad y como sectores a los que los prejuicios han estigmatizado, generalizándolos en base a sus integrantes más violentos sin tener en cuenta el gran número de integrantes de los mismos que se comportan en forma completamente sociable. Ok, es un punto de vista válido. Yo tengo mis dudas sobre los beneficios integrarse a un conjunto de personas que cantan juntas que lo mejor que les pasó en las vidas fue el día que algunos de ese conjunto mataron a un joven por llevar una remera de color distinto, pero admito que es un tema complejo.

Pero luego de prevenir contra las generalizaciones, Bayce realiza una particularmente brutal, dice: "Esos comerciantes que son asaltados por monstruos que consumen pasta base son los negreros que le roban a la gente, remarcan los productos vencidos, tienen la balanza trucha, tienen a uno trabajando al que le pagan 3.000 pesos donde deberían trabajar cuatro y ganar 5.000. Después de que empobrecen a media población, se quejan de que los asaltan, por favor. Quieren pagar mal, quejarse, y que la sociedad los defienda de los monstruos que ellos crearon".

El gremio de Cambadu -Centro de Almaceneros Minoristas, Baristas, Autoservicistas y afines del Uruguay- posiblemente sea el más golpeado por la delicuencia actual. Practicamente no pasa una semana en la que algún almacenero no sea asesinado por un chorro nervioso, y no pasa un día en el que dos o tres no sean asaltados. No sé en qué barrio vive Bayce; en el mío -que no es particularmente humilde- los almaceneros no son precisamente explotadores capitalistas que se comportan como terratenientes algodoneros del sur de EE.UU. antes de la Guerra Civil; por el contrario, los que conozco y han sobrevivido a la instalación de los grandes supermercados, son gente que labura desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche -a veces más-, que rara vez tienen gente trabajando con ellos que no sea de su familia y a los que jamás he visto subirse a un 4 X 4 luego de cerrar la cortina metálica, simplemente porque no lo tienen. Los almaceneros que conozco han mantenido sus negocios ante la competencia más bien desleal de los negocios de grandes superficies gracias a su capacidad de fiar a los que no tienen tarjetas de crédito, o a instalarse en los barrios en los que nadie quiere instalarse, o a su capacidad de convertirse en vecinos, de ser parte de una comunidad barrial. Los almaceneros que conozco me conocen, saben como me llamo, me dejan llevarme una coca-cola que les pagaré más tarde, me prestan cambio para el ómnibus cuando no lo tengo.

Debe haber cientos de reverendos hijos de puta entre ellos, como no, pero aún en estos casos los opinadores de corte determinista como Bayce parecen nunca ser capaces de apreciar la tremenda desproporción entre que alguien robe tres pesos por tomate con una balanza tuneada y el que ese alguien se quede sin la recaudación de una semana, o sin los implementos necesarios para mantener su negocio. La imposibilidad de comparar el que un tendero tenga a un empleado en negro y le esté pagando menos de lo que merece, y el que ese mismo tendero reciba un tiro en la cara frente a su familia. Entre lo reprobable o levemente punible y lo definitivamente irreparable.

Bayce, como los apóstoles de la seguridad a los que les parece un crimen el que alguien manotée una billetera pero no el que un empresario vacie una fábrica y deje a cien jefes de familia sin trabajo, ve las agresiones en términos de comprensibles e incomprensibles. No ve el dolor ni el daño. No imagina la cara de alguna viuda de almacenero que lea su apreciación. Mientras tanto los dueños de los grandes supermercados, que siguen sin dejar agremiarse a los trabajadores que trabajan bajo la amenaza de un seguro despido a la menor protesta, pueden leer esa opinión sin molestarse en lo más mínimo: al fin y al cabo nunca asaltan a los grandes supermercados, ellos nunca están detrás de las cajas y, generalmente, ni siquiera viven en Montevideo o en este país empobrecido.

***

Mi canción favorita de este invierno es "The Trapezee Swinger" de Iron & Wine, es decir de Sam Beam, ese cantante tan dulce que podría matar a un diabético con sólo tararearle en el oído. Pero la dulzura de Beam nunca es una especie de subterfugio para quedar bien con las suegras y las escuchas femeninas potenciales, sino que el tipo tiene la capacidad envidiable de sonar realmente como si fuera -o es, quién mierda sabe- una persona mejor que el resto. También lo diferencia una tristeza subterránea, que hace que su al parecer infinita comprensión por el mundo que lo rodea no suene a un hippismo filantrópico transnochado, sino a la empatía humana de quién vio cosas infernales y no salió intacto de dicha contemplación.

"The Trapezee Swinger" es la "Sad Eyed Lady of the Lowlands" de Beam, compositor al que claramente se le nota su amor por la lírica entre surrealista y callejera del mejor Dylan. Dura unos nueve minutos y cada una de sus estrofas comienza con un "Please, remember me". Hay un tema recurrente en las canciones de Iron & Wine, y es el deseo de ser recordado con felicidad y afecto. Para Beam parece no haber terror mayor que el de abandonar esta tierra sin haber dejado rastros de amor entre los que nos rodearon. Es fácil compartir ese miedo.

La canción evoca una serie de imágenes juveniles, de recuerdos totalmente personales y entrañables, en los que cualquiera puede identificarse a pesar de ser muy precisos, localizados y definidos. Beam recuerda el contar autos negros desde una colina, pintarse la cara en Halloween, fumar porro en una torre alta, apretar cerca de un circo... Pero también recuerda errores, recuerda cosas perdidas, recuerda haber perdido a los perros que aman la lluvia y los pájaros de colores que corren en círculo alrededor de un aljibe. Recuerda sobre todo a una mujer, a la que la canción se dirige. Dice "I heard from someone you're still pretty".

Pero de la misma forma en la que mezcla con naturalidad lo integrado y lo definitivamente perdido, Beam tiene la costumbre -como el mejor Dylan- de intercalar elementos fantásticos entre sus pinturas de suburbio, y en "The Trapezee Swinger" se imagina que las puertas perladas del Paraíso están cubiertas de "graffitis elocuentes". Y en algunas estrofas enumera algunos: "We'll meet again", "Fuck the man", "Tell my mother not to worry", "Lost and found", "Don't look down", "Someone save Temptation", "Who the hell can see forever?". Casi al final promete que si llega a las puertas de San Pedro, va a hacer un dibujo de Dios y Lucifer, de un chico y una chica (tal vez los propios Dios y Lucifer), de un ángel besando a pecador, un mono y una banda marchando alrededor del trapecista asustado al que refiere el nombre del tema.

Aunque la melodía de "The Trapezee Swinger" es una secuencia de acordes bastante elemental (Do-Sol-Fa-Do-Sol en los primeros dos pares de versos de cada estrofa y la misma secuencia comenzando en La menor en los dos últimos), no aburre en ninguno de sus nueve minutos, gracias tanto a la belleza de la letra como a unos arreglos sutilmente mutantes (otra vez la tradición del mejor Dylan), que se van enriqueciendo progresivamente sin que el tema escale en un exceso de energía. Es un resumen fantástico de la imaginería de Beam y, posiblemente, de su concepción vital de la memoria, el afecto y lo que no vuelve. Pero entre tantos versos brillantes posiblemente el que me sigue gustando más es el más sencillo, que ya cité antes: ""I heard from someone you're still pretty". Me hace pensar en un par de mujeres que no necesito que nadie me informe de que conservan su belleza.

***

Hay un flaco que vive en la calle, deambulando por una galería céntrica y los alrededores del pub al que suelo ir, mangueando comida, algún trago y sitios donde dormir. Evidentemente tiene algún trastorno psíquico -tal vez debido a las drogas, tal vez no- y evidentemente no es uno de esos tipos acostumbrados a vivir en la calle. Anda con una mochila con sus pertenencias a cuestas y de vez en cuando agarra un vaso que no es suyo. De vez en cuando se liga una trompada. En un mundo sensato estaría internado o medicado, pero no lo está. Tiene días mejores y días peores, a veces lleva solo una remera con temperaturas de cero grado y con el viento de la rambla sur espantando hasta a los más abrigados. Sin embargo dice que tiene calor y no tiembla.

Como todos los solitarios y los que se cayeron afuera del mundo, generalmente está callado pero cuando alguien le da entrada habla sin parar durante horas. Lo veo aproximarse a un grupo de alemanes que beben como si fueran a invadir Polonia. Los alemanes son afables y el flaco se suma a la conversación; lo escuchan con educación durante un buen rato y luego intentan proseguir su charla. Él sigue hablando. Finalmente los alemanes se cambian de mesa, estratégicamente, hacia una más pequeña en la que no hay lugar para el charlatán desvariado. Él los sigue y se queda parado junto a la mesa mirándolos fijamente y sin poder intervenir, ya que ahora están conversando en alemán. Pero es incómodo estar conversando con alguien que está parado a tu lado mirándote con ojos de loco, y finalmente uno de ellos le pide que los deje solos. Lo hace, por un par de minutos, luego vuelve y se para en el mismo lugar.

Los alemanes terminan la botella y salen del pub, seguidos por su espectador. Cuando se suben a un taxi, él trata de subirse con ellos. Le dicen que no y lo apartan sin ninguna violencia, él se queda parado junto al taxi y les dice "por favor, llévenme". Pero los alemanes no lo llevan. Yo tampoco.

***

La violencia invernal no es potestad exclusiva de los más marginados; todo el mundo se horroriza al enterarse que en un baile de Marindia, dos barras de jóvenes de clase media -la mitad locales, la mitad de El Pinar- se agarran a fierrazos y un adolescente muere de un tiro. El motivo al parecer fue que alguien de El Pinar se había ennoviado con alguien de Marindia. Un gran motivo para el que quiera ver una historia de Montescos y Capuletos, pero que en verdad es sólo una prueba más de cómo se puede sacar odio del amor, y de cómo gente que vive en casas parecidas, en balnearios igualmente cercanos a la costa, pueden encontrar una excusa para matar, para arruinar, para destruir por nada en nombre de nada.

Cuando yo era adolescente íbamos a bailar a algunos lugares de la Ciudad de la Costa. Eventualmente nos metíamos en algún quilombo de difusos motivos. Lo peor que te podía pasar era irte con un ojo negro. O un diente menos. No te pegaban con una varilla de construcción de acero. No te disparaban con un 38 en el cuello.

Cuando yo era adolescente, rara vez terminábamos la noche con alguna chica. Pero recuerdo una, en el country de Atlántida en la que una muchacha hermosa -hermana de una actriz menos atractiva que ella pero que fue considerada un símbolo sexual mediático- decidió que yo le hacía gracia y que valía la pena estar conmigo. Recuerdo sus labios en el muelle de Atlántida y la sensación de que había estado esperando todo el tiempo por algo así. En una de esas hubiera valido que me pegaran un tiro. Por suerte en aquellos días no le disparabas a un pobre flaco en un día afortunado.

***

Todos los días, cuando voy a trabajar en ómnibus, paso frente a una pintura de graffiti que me llama la atención. Está sobre la puerta tapiada con bloques de un bar cerrado en la esquina de Gonzalo Ramírez y Minas y representa a un mamífero no demasiado definido; es completamente blanco como un oso polar -salvo los ojos y la nariz- , pero la forma de su cabeza y orejas recuerda más bien a la de un mapache, y al mismo tiempo hace pensar en un oso panda.

La parte inferior del cuerpo del oso-mapache, desde la altura de su panza, se está desintegrando en fragmentos geométricos, como si se estuviera convirtiendo en vidrio y este hubiera sido apedreado. Tiene los antebrazos levantados y mira, con una tristeza de gigante, como sus manos también comienzan a cristalizarse y desmoronarse.

Mientras la observo por enésima vez, desde el fondo de la capucha de mi campera, me pregunto como me veré, sentado, maldormido y algo desorientado, junto a la ventanilla del ómnibus casi vacío.

viernes, 17 de julio de 2009

Marduk T-Shirt Men's Room Incident

Es curioso como en estos tiempos posmodernos, en los que el concepto mismo de "genio" aplicado a un artista prácticamente ha desaparecido junto a la confianza de que el arte pueda conjurar algo más que eventual entretenimiento, la gente al mismo tiempo sea tan generosa con la palabra "genio": Charly García es un genio cada vez que se tira un pedo musical que no ofenda demasiado la pituitaria -o cada vez que se toma un saque y se comporta como un chico de 16 años pasado de vodka brasileña-; M.I.A. afana y degrada un riff colosal de Clash y es una genia; Yayo se agarra la poronga frente a una chica boliviana -en un país dónde los bolivianos son permanentemente discriminados en la forma más abyecta- berreando "esta es para vos", y es un genio.

Sin embargo yo no creo en el total vaciamiento de la palabra "genio", porque no creo en el vaciamiento total del arte como forma de intercambio humano, y por lo tanto no me cuesta utilizar el término para denominar a un compositor repetitivo, pedante, excesivamente prolífico y técnicamente limitado, pero que, entre aciertos y errores, es capaz de vez en cuando -por suerte cada vez con mayor frecuencia- de evocar el lenguaje de su tiempo y condensar la confusión polifónica de este mundo desintegrado en una forma sensible, que no depende de la empatía más evidente sino de la más sutil. Este genio se llama John Darnielle, líder y esencialmente único integrante de la banda The Mountain Goats.

Descubrí a Darnielle al mismo tiempo que casi todo el mundo hace unos ocho años con la canción 'The Best Ever Death Metal Band in Denton', un tema folk que no habría desentonado en The Frewheelin' Bob Dylan si no fuera que está grabado con un radiograbador en un cassette de cinta (cuyo zumbido es perfectamente audible), y si no fuera porque los héroes populares de la canción son un par de adolescentes metaleros que tras haber sido despreciados y desesperanzados planean algún tipo de venganza siniestra -nunca explícita en la letra-, y que culmina con un extrañamente festivo "Hail Satan!".

Una canción tan buena que inevitablemente reducía en comparación a casi cualquier otra de las decenas de composiciones que atestaban sus excesivamente numerosos discos. Víctima del síndrome grafómano de Robert Pollard, Darnielle parecía dispuesto a quebrar algún record de cantidad de temas editados, olvidando ese principio esencial de que el arte es tanto un proceso de creación como de selección. Para peor apelando a una sonoridad lo-fi que en lugar de aportar texturas distintas se había convertido tan sólo en un esnobismo más.

Cuando estaba perdiendo interés en Darnielle, la increíblemente hostil -pero melodiosa e impactante- canción 'No Children', presente en su primer disco grabado en un estudio decente -Tallahasse (2002)- me recordó que el tipo era realmente algo serio, pero ese disco conceptual que gira alrededor de la relación autodestructiva de una pareja me reveló también una característica negativa del compositor: un exceso de cuidado literario, de artesanía de taller de escritura, que hacía a sus canciones ricas en vocabulario y originales en temática y desarrollo pero demasiado cerebrales y autoconscientes de su carácter "artístico". En definitiva: increíbles, pero no en el buen sentido del adjetivo. Darnielle me aburrió y dejé de prestarle atención durante algunos años. Un día me intrigó el ver en que andaba ese tipo del que admiraba mucho algunos temas y me bajé un disco llamado The Sunset Tree, pero no lo escuché y lo dejé perdido en algún lugar de mi disco duro.

Este verano me compré por primera vez un lector de mp3, una especie de I-Pod Samsung al que decidí llenar de discos que aún no había tenido tiempo para escuchar, y llevármelo a Punta Rubia junto con una buena colección de CDs. Esta selección -en la que había discos de A.C. Newman, Antony & the Johnsons y The Beta Band- terminó siendo uno de los conjuntos de canciones que escuché más y mejor en los últimos diez años, y le entré en el mejor de los ambientes posibles: en el ómnibus a La Pedrera. Entre los discos estaba, por supuesto, ese The Sunset Tree, que decidí escuchar tras decepcionarme con los sobrevalorados e intrascendentes vejigas de Animal Collective, sabiendo que por lo menos me iba a encontrar con canciones bien compuestas. Empecé a escuchar The Sunset Tree poco después de cruzar el límite entre Maldonado y Rocha, y lo terminé poco antes de llegar a Punta Rubia. No era un disco musicalmente muy distinto al sobre-escrito Tallahassee, y muchos de los vicios líricos de Darnielle seguían allí (i was seventeen years young), pero era una puta obra maestra y uno de los discos más llenos de emociones fuertes que haya escuchado nunca.

Luego me enteraría -aunque en realidad no me sorprendió porque no se puede escribir así sobre algo no vivido- que el disco era parte de una trilogía de discos conceptuales y en buena parte autobiográficos (Darnielle hasta Tallahassee sostenía que todas sus canciones eran sobre personajes de los que estaba totalmente distanciado), trilogía que había comenzado con la serie de retratos de amigos anfetamínicos de Portland, We Shall All Be Healed (2004) -un disco muy atractivo- y culminaría con la decepcionante y llorona descripción de su ruptura matrimonial de Get Lonely (2006), tal vez su peor disco.

Lo cual es realmente extraño, ya que su antecesor, el ya mencionado The Sunset Tree, es lo mejor que hizo nunca y posiblemente lo mejor que vaya a hacer. Un disco que en varios de sus temas trata de su adolescencia bajo la opresión de un padrastro brutal e incomprensivo, que lo revienta a trompadas por despertarlo involuntariamente al llegar a casa ('Hast Thou Considered the Tetrapod') y al que sueña despierto con asesinar de un escopetazo en la boca ('Lion's Teeth'), y que contiene una serie de canciones absolutamente conmovedoras, llenas de furia y amor a duras penas contenido. Un disco que te trae una sonrisa terrorista a la cara al escuchar a Darnielle cantar las estrofas brutalmente guerreras de 'Up the Wolves' (I'm gonna bribe the officials, I'm gonna kill all the judges / It's gonna take you people years to recover from all of the damage / Our mother has been absent / Ever since we founded Rome / But there's gonna be a party when the wolf comes home) o que te llena de tristeza indefinible ante las esperanzas sombrías de los amantes de 'Dinu Lipatti's Bones'.

En lo particular, y supongo que tanto por motivos personales como por las cualidades de la canción, me desarmó -casi literalmente- con el último tema, 'Pale Green Things', en el que evoca en su memoria al hijo de puta de su padrastro pero no puede recordar más que algunos escasos momentos tiernos y hasta dignos de compasión en las carreras de caballos. En un momento Darnielle dice que su hermana lo llamó una noche a las 3 de la mañana y serenamente canta "She told me how you'd died at last" e inmediatamente repite con la voz quebrada el "at last!", con una clase de dolor, alivio y pena que sólo alguien que haya convivido con el odio a un familiar que no eligió puede entender.

(Escuché ese "at last" ya abajo del ómnibus, con el estuche de la guitarra sobre la espalda y un bolso colgando de cada hombro, bajando por la calle de Las Maravillas y viendo a lo lejos el azul profundo del océano en un día soleado. No escuchaba nada más que el gruñido lejano del Atlántico y el zumbido inquieto de las chicharras. Me prendí un porro que llevaba en el bolsillo de la camisa -yo sólo fumo en verano- y me dirigí al almacén para buscar las llaves del rancho. Un poco antes de llegar tuve que detenerme para secarme la cara, porque se me estaba empapando de algo que no era sudor. Sin embargo me sentía bien, muy bien, por fin. Era verano y era un día radiante y lleno de expectativas.)

El disco posterior, Get Lonely, sería aún más catártico pero demasiado autocentrado, cerebral y quejoso como para ser realmente emocionante, y bastante más pobre en lo melódico (aunque la producción sonora sea prácticamente idéntica). Luego de esta avalancha autobiográfica, Darnielle -por suerte sin abandonar el buen sonido y los buenos compañeros de ruta musical- volvió a la temática diversa de sus discos lo-fi con Heretic Pride, un disco que toma su nombre de un tema de Aura Noir -una banda de black metal noruega- y en el que vuelve a retomar sus habituales obsesiones: imaginería de metal extremo, personajes históricos del reggae, referencias a escritores de subgéneros, romances complicados y sentimientos violentos. Un gran disco con el mejor de los bateristas del mundo -Jon Wurster-, que lo coronó ante la crítica estadounidense como poeta laureado oficial del rock actual, y en el que hay por lo menos tres canciones maestras; la fantástica visión individualista y arrogantemente religiosa del tema que le da nombre, la ominosa 'Michael Myers Resplendent' y la que posiblemente sea una de sus canciones más profundas y conmovedoras: 'Marduk T-Shirt Men's Room Incident':

Slumped up against the sink
Hair plastered to her cheeks
Marduk t-shirt sticking to her skin
Refugee from a disco in old east Berlin

weightless
formless
blameless
nameless

Stray syllables were gurgling
From her throat one at a time
Face hidden from my view
I let myself imagine she was you

Only weightless,
formless,
blameless,
nameless

And when I washed my hands
I ran the water hotter than I could stand

Half rising to a crouch
Sinking back down to the floor
when you're walking keep your head low
Try to leave no traces when you go

Stay weightless,
formless,
blameless,
nameless

De las liner notes del disco, en las que Darnielle detalla varias características de la inspiración de los temas, las de esta canción se limitan a decir que la misma provino de una visión, de una imagen sobre la que no da más información. Lo cual es adecuado para la que es una de sus canciones más elípticas, y que, sin embargo, es simultáneamente clara y abierta, polisémica.

La remera de Marduk mencionada desde el título refiere a una de las más brutales y a la vez payasescas bandas de black (o en su caso, con bastante de death) metal escandinavo. Formados con la expresa intención de ser un grupo brutalmente ofensivo y blasfemo, los Marduk se hicieron notorios desde su primer disco, que se llamaba Fuck Me Jesus y cuya portada exhibía un dibujo de una mujer auto-sodomizandose con un crucifijo. Material hardcore, digamos.

En todo caso los suecos de Marduk siempre han tenido algo de broma; lejos de la calidad musical de bandas como Ulver, Emperor o Enslaved, lo de Marduk siempre fue barbarie musical y oscuridad absoluta, en cierta forma más próxima a lo de anormales como Gorgoroth o Dark Funeral, pero con el grotesco escénico de Cradle of Filth y un sentido de la sutileza digna de Gwar (pero sin humor). Sin embargo fueron -y son- una banda muy popular dentro del gigantesco mercado europeo de metal extremo.

La referencia a una banda tan bestial es ambivalente; por un lado Darnielle es un reconocido consumidor de metal extremo, lo cual tal vez no se note en su música pero que -además de probar que es un tipo fino- nutre de referencias muchas de sus canciones. Desde su exitosa 'The Best Ever Death Metal Band in Denton', es habitual que haya menciones a grupos de esta subcultura rockera en sus canciones, particularmente en el sombrío EP Satanic Messiah -editado simultáneamente al Heretic Pride, en 666 copias que se vendían por 6,66 dólares-, en el que incluso hay una (excelente) canción llamada 'Sarcófago Live', que le debe el nombre a una más bien oscura banda metalera brasileña. No solamente eso: Darnielle escribió un libro entero sobre el tercer disco de Black Sabbath, Master of Reality. Es decir, no es sólo pose y no es irónico.

Pero también hay que considerar dos cosas más allá del posible interés de Darnielle en el género: la inclusión de estos nombres y referencias sonoras contrasta con la suavidad y economía musical de los temas que los mencionan y, además, dan un marco cultural y etario instantáneo. El metal, más allá de que algunos medios y artistas -como el propio Darnielle- le hayan aportado un renovado marco de coolness, es música de gente que se cayó del tren de la moda, de los que están aterrados por los límites de la madurez y oscurecidos por la inadaptación a la juventud, de los descastados generacionales. Es música denigrada como terraja e inmadura, aunque sea a la vez la mayor proveedora de virtuosos musicales; es música de personas de sentimientos simples y maniqueos. Y es música, generalmente, de adolescentes tardíos y de clase social media-baja, de hijos de alcohólicos y habitantes de complejos habitacionales mal construidos.

No hay ninguna brutalidad musical ni lírica (al menos explícita) en 'Marduk T-Shirt Men's Room Incident'. Al contrario, al igual que 'Dinu Lipatti's Bones' o 'In Corolla', presenta a Darnielle explorando las aristas más suaves y delicadas de su a veces irritante voz nasal, buscando una intimidad absoluta con el oyente e irradiando una tristeza insondable. El acompañamiento musical es mínimo y de sutileza ejemplar: apenas un arpegio borroso de guitarra que en algún momento es subrayado por un leve arreglo de cuerdas y, en los estribillos, un coro femenino tembloroso, aún menos firme que la desolada voz lider. Es, en todo caso, una canción bellísima, que transmite esa fragilidad melancólica de los mejores temas de Cocteau Twins o Nick Drake, y que a primer escucha podría confunidrse con un etéreo tema de amor no correspondido. Pero en manos de un letrista como Darnielle, obviamente eso no iba a ser tan fácil.

Nunca queda muy claro qué es lo que se está describiendo en esta canción: se sabe que se está en un baño de varones y que hay una chica colapsada -ya sea por alcohol, drogas o su habitual mixtura-, empapada y con enormes dificultades para incorporarse del lavatario o levantarse del piso. No se sabe lo que pasó pero, sin la menor referencia directa, todo connota alguna clase de contacto sexual entre la chica y el narrador. Más allá de la descripción de su postura corporal, de su cabello pegado a la cara y de la remera de Marduk, no se sabe gran cosa de la chica dada vuelta y apenas referida como una "refugiada de una disco del viejo Berlín Este". La remera de una banda metalera, la evidente intoxicación y, por qué no, la culpa omnipresente en el narrador, sugiere la idea de que se trata de una chica muy joven, pero también podría, simplemente ser un buen ejemplo de esa clase de mujer a la que se califica y resume con el término despectivo y simplificador de "reventada". Pero ella no habla, así que sabemos poco sobre sus sentimientos e intenciones.

Sí sabemos bastante sobre lo que siente el narrador de la canción y aparente partícipe de las acciones anteriores a las que la letra del tema cuenta o bordea. Y lo que siente es, al parecer, una tremenda culpa: no sabemos qué hizo y no sabemos en qué circunstancias, pero hay un absoluto arrepentimiento. La condición más bien desastrosa de la chica podría implicar algún tipo de abuso o aprovechamiento deshonesto de la situación, pero hay un par de versos ("la cara oculta a mi vista / me dejé imaginar que eras vos") que no encajan en absoluto. Más bien da la impresión de una infidelidad fugaz, o simplemente una relación sexual acosada por el horror al sexo. Un encuentro erótico efímero, visto con los lentes deformantes y lúcidamente depresivos del post-coito, en ese momento en que la sangre vuelve desde la pija hasta el cerebro, esquivando el corazón. Y la reacción del narrador es, simplemente, un pedido de que la chica desaparezca por completo.

Hay algo similar en el aparente contraste entre la dulzura de la música y lo casi misógino de su ruego que me hace pensar en una de las mejores canciones de los Rolling Stones, 'Backstreet Girl'. En ella Mick Jagger -en medio de su período más machista como letrista- le ruega a una chica con la que evidentemente ha tenido alguna clase de affair que no lo siga, que no trate de ser nada importante para él, que no moleste a su mujer, que no sea parte de su mundo y que se limite, simplemente, a ser su "chica de la calle de atrás", un concepto que no es equivalente al orgulloso back door man sodomizador de Willie Dixon, sino a un entretenimiento culposo que hay que ocultar por no ser lo bastante presentable para la imagen oficial del cantante. Sin embargo y a pesar de lo repelente que resulta el concepto central de la canción, hay una extraña ternura en 'Backstreet Girl' que excede lo agradable de su melodía, y que proviene de la debilidad con la que Jagger la canta, mucho más en tono de súplica que de orden. A primera escucha el narrador parece un canalla, pero no sabemos en los términos en que se planteó la relación, y todos los que vimos Atracción fatal sabemos lo caro que a veces puede volverse un momento voluble.

(Luego de la última frase debería ir un emoticón haciendo una guiñada, especialmente después de mencionar a una película tan repelente como la citada, pero supongo que todo el mundo -hombres y mujeres- hemos pasado por esa experiencia incomodísima y a veces atemorizante de cuando un encuentro sexual ocasional y sin premeditación es percibido por la otra persona como algo más, y esa percepción -en esta sociedad en la que el amor romántico de pareja está totalmente sobredimensionado y parece justificar las conductas más intrusivas- le otorga, o parece otorgarle, una especie de derecho a interferir con nuestras vidas en un grado mucho mayor del que un simple polvo debería autorizar. El amor -palabra con la que se denomina muchas veces a una simple obsesión neurótica-, es supuestamente una fascinación por una persona que debería traslucirse en el deseo constante de la felicidad de la misma, pero que a menudo se vuelve una excusa de molestia, de destrucción, de tortura. Amor es una palabra mal hecha que define a dos reacciones diametralmente opuestas hacia la misma persona y que denomina tanto a un pacto entre dos o más adultos como a la asunción individual y solitaria del derecho a ese pacto.)

Antes dije que no había (mejor dicho, no me parecía que hubiera, es muy difícil afirmar nada ante canciones tan abiertas como esta) un abuso en el ambiente enrarecido, algo onírico y lyncheano, de esta canción. Sin embargo todo es relativo en el mundo de la culpa: Andrea Dworkin, una de las feministas extremas que terminaron involuntariamente desprestigiando el concepto del feminismo, sostenía que el sexo heterosexual siempre era una violación, que el simple concepto de la penetración era sinónimo de abuso, de invasión, sugiriendo que solo el sexo homosexual era digno para las mujeres. Obviando la imbecilidad esencial del concepto y llevándolo a un plano más sensato, hay que reconocer que en una sociedad en la que el sexo sigue estando profundamente culpabilizado, especialmente para las mujeres, el tomar el rol activo -que fisionómica y culturalmente ha correspondido esencialmente al hombre- suele ser visto como un acto de valor en términos casi militares, es decir, en términos de lo que importa es exclusivamente el triunfo (el orgasmo masculino). Pero también hay personas más sensibles que no pueden abstraerse del merengue de responsabilidad y culpa que significa lidiar con un acto maldito e idealizado simultáneamente, sobre todo cuando existe la presuposición social o individual de estar a cargo de las decisiones.

Una mujer, la escritora uruguaya Armonia Somers, señaló algo interesante que me extraña que pueda habersele ocurrido a alguien que no haya vivido eso; en uno de sus mejores cuentos, Sommers se apiada de los hombres, señalando que, mientras que las mujeres no saben qué hacer con la virginidad y que una vez perdida la pierden para siempre, los hombres vuelven a ser vírgenes cada vez que se encuentran sexualmente por primera vez con una mujer. Cada vez que asumen las responsabilidades simultáneas de la erección y el placer ajeno. Hay algo de cierto en eso.

En todo caso el narrador de esta canción (¿será Darnielle?, él suele desligarse de la primera persona de sus composiciones, pero teniendo en cuenta lo escaso de las referencias sexuales en sus numerosísimas canciones y su background católico se podría aventurar que no es alguien que se sienta cómodo con lo sexual o que lo considere la cosa más natural del mundo) se lava las manos con el agua más caliente de lo que puede soportar. Evidentemente no es inocente, o no se siente inocente. Pero se lava las manos, un acto tan higiénico como simbólico luego de aquel viejo indolente llamado Poncio Pilatos, con el agua más caliente de lo que puede soportar. Se castiga levemente. Y al mismo tiempo exonera de cualquier culpa a la chica (blameless); de hecho la exonera de cualquier injerencia humana en su vida: le pide que se mantenga sin peso, sin forma, sin culpa, sin nombre. Que ingrese en el cajón de lo que nos cruza profundamente pero no deja rastros (no queremos que lo haga) en nuestras vidas.

De alguna forma parece que esta no es una de esas anécdotas que los hombres contamos, ni siquiera entre hombres, y sin embargo Darnielle la filtra en una canción -esa forma expresiva con la que los antiguos trovadores intentaban seducir a las damas y con la que sus modernos herederos intentan probar que son mejores personas que las demás-, porque sabe que es material sensible, terreno inexplorado y posiblemente inefable. No tiene nada que ver con lo confesional, sino con el mapeo poético de un territorio virgen para la canción. Un territorio desolado y sórdido que sin embargo es representado en términos de belleza por el simple reconocimiento de su profunda humanidad. Eso es una cualidad tal vez no de genios, como calificaba a Darnielle más arriba, pero sí de compositores valientes más interesados en expresar que en seducir.

viernes, 12 de junio de 2009

El hombre es como el oso

Pasé final y tardíamente por la Plaza Independencia para ver los famosos osos "compañeros" que habitan allí desde hace un mes, más o menos. Como se sabe, se trata de 140 esculturas de osos llamados Buddy Bears, que fueron creados a partir del oso símbolo de la ciudad de Berlín, para que artistas de diversos países pintaran sobre los mismos lo que consideraran representativo de su tierra, y luego los mismos son expuestos en espacios públicos, simbolizando la unión de las distintas idiosincrasias nacionales, siendo luego vendidos y utilizando el producto de dichas ventas en obras de caridad. Una de esas ideas tontas, inofensivas y notorias que no sirven para gran cosa, pero que tienen una cierta simpatía y, especialmente para los niños, pueden ser una excusa para descubrir algún país o alguna característica de dicho país que se ignoraba.

Entre las hileras de osos hay una brecha notoria, en el grupo de osos provenientes de países cuyo nombre comienza con "A". El oso ausente es el del país más cercano culturalmente y más parecido a Uruguay, Argentina, que tuvo que ser retirado luego de que fuera saboteado un par de veces. ¿Por qué hubo uruguayos que atacaron a lo que está propuesto como un símbolo de concordia mundial? ¿por qué realizar una acción de significado tan groseramente intolerante?

Bueno, el artista argentino decidió, en mi opinión con mucha sensibilidad en relación a la tradición pictórica del país vecina hacer un "filete", ese estilo encantador, y muy kitsch, tan profundamente porteño y al que hasta el ciego Jorge Luis Borges le ha dedicado unas hermosas páginas. El fileteado, como algunos -evidentemente no todos- saben, surgió como una forma de adorno de los carros comerciales a tracción animal, que eran ilustrados con figuras populares, frases de sabiduría popular (algunas compadritas como "Yo maté al Mar Muerto", o "al final, primero yo"), adornadas con marcos próximos al barroco y colores chillones. El fileteado fue definido por uno de sus maestros como "un pensamiento alegre que se pinta", lo cual es una paráfrasis de la conocida definición de Discépolo del tango: un pensamiento triste que se baila.

Y no es casual la referencia, ya que el fileteado está -como el graffiti (con el cual tiene algún parentesco precursor) y el hip-hop- inseparablemente ligado al tango, del cual es casi, como sabe cualquiera que haya visitado La Boca, su equivalente plástico. No es de extrañarse entonces que muchos de los filetes estén dedicados a grandes figuras del tango y, junto a la Virgen del Luján -señora y patrona de Argentina y protectora de los caminos- el personaje que más se repite en este arte popular es, lógicamente, Carlos Gardel. Y el oso argentino estaba ilustrado, justamente, por una imagen del Zorzal Criollo. Una ofensa terrible al parecer.

De todas las controversias que han existido entre las dos partes de esa misma nación que son Uruguay y Argentina, tal vez no haya ninguna más imbécil que la de la nacionalidad de Carlos Gardel. A mí me resulta imposible discernir si el tipo nació en Tacuarembó o en Marsella, aunque la teoría "uruguayista" siempre me pareció mucho más traída de los pelos y susceptible a falsificaciones que la "francesista", pero no puede importarme menos: para los que les interesen tanto las nacionalidades (no es mi caso) es totalmente innegable que Gardel no es ni uruguayo ni francés, sino que es evidentemente argentino, y porteño para ser más exacto. Gardel llegó a Buenos Aires -desde Francia o desde Uruguay, es irrelevante- a los dos años y medio, es decir, antes de tener una consciencia clara de nada, creció en el Abasto y se nacionalizó argentino apenas pudo. Desarrolló su carrera en ese país, hizo del mismo su residencia, vino a alentar a la selección argentina en el Mundial del 30 y le dedicó a su capital una de sus canciones más conocidas -"Mi Buenos Aires querido"-, sin que exista ni un tema de su autoría referido a Tacuarembó o a Marsella. Y, como es lógico, está enterrado en el cementerio de La Chacarita.

Hay artistas y personas totalmente ligados con la nación en la que nacieron, y hay muchos de doble nacionalidad. Yo, por ejemplo, defiendo mucho la cualidad uruguaya de Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, quién no sólo vivió en Montevideo hasta los trece años, sino que volvió a esta ciudad en un viaje misterioso cuando ya era adulto y en el que se puede rastrear referencias a la misma en toda su obra e incluso en su seudónimo. Lo cual no impide que esencialmente es un poeta francés. Ese no es el caso de Gardel, quién visitó mucho a Uruguay -que era su segundo mercado- y, con mucha viveza, solía asumirse como uruguayo ante la prensa local. Pero Gardel no era China Zorrilla, era un porteño, y además la principal figura histórica de un género cultivado en Uruguay pero esencialmente argentino: el tango.

Pero para algunos uruguayos ignorantes que los únicos filetes que conocen son los que se sacan de la cara cuando se afeitan borrachos, el que el oso argentino ostentara la figura del "uruguayo" Carlos Gardel, era una afrenta más de esa ciudad de malvados que quiere apoderarse de todo lo bueno del Río de la Plata, que por supuesto es todo proveniente de Uruguay, un país culto a diferencia de aquella bosta. Y para demostrar lo cultos que somos primero se garabateó al bello fileteado del oso argentino y luego, aunque supuestamente estaba bajo vigilancia, lo rayaron con algún objeto metálico. Como resultado el oso fue retirado y el orgullo oriental quedó en alto. No, si se iban a quedar con Gardel de prepo estos porteños arrogantes... Uruguay nomá.

El oso estaba localizado, como ya dijimos, en la Plaza Independencia, el mismo lugar donde hace dos años unas mujeres entrerrianas que habían llegado a repartir folletos contra la instalación de Botnia fueron agredidas a huevazos por un centenar de machos montevideanos. Sí, señor, para que aprendan lo que quiere decir en la República Ponsonby el significado de la palabra "independencia".

Ricardo Gómez, el pintor del oso porteño -un viejito de 82 años que es considerado el mayor maestro actual del arte del fileteado-, no se ofendió. Dijo que en todos los países hay inadaptados y que él en realidad consideraba a Gardel como un rioplatense, gentileza que los vándalos no se merecen y que la historia desmiente.

***

En los mismos días en que se retiraba el oso compañero argentino hostilizado por los defensores de la cultura local, otro entredicho volvió a cruzar a algunos portavoces de ambas orillas del Plata. El precandidato blanco a la presidencia Jorge Larrañaga utilizó, para criticar la actitud de Tabaré Vázquez hacia las críticas de la Federación Agraria, el término "kirchnerista", convirtiéndolo, claramente, en un neologismo denigratorio en un país en el que Néstor Kirchner pasó a ser -a partir del conflicto por Botnia- sinónimo de todo lo abominable del ser argentino.

El embajador argentino Hernán Patiño Meyer protestó mediante una carta pública, en la que sensatamente recordaba que no está bien que un actor político de importancia como Larrañaga, y un presidente potencial si gana las internas, utilice el nombre del presidente de una nación vecina y asociada como un insulto, y que pase lo que pase ese apellido va a seguir gobernando Argentina durante los dos próximos años, en los cuales Larrañaga -antiguo intendente de una ciudad limítrofe como es Paysandú, tradicionalmente con enormes lazos con la cercana ciudad de Colón-, en caso de ser elegido presidente de Uruguay, va a tener que tratar y negociar con alguien que lleva el apellido Kirchner, con quién -en lugar de hacerle agresiones gratuitas-, podría aprovechar el cambio institucional para recomponer las muy dañadas relaciones entre los gobiernos de ambas razones, una oportunidad que Cristina Kirchner desperdició en forma increíblemente idiota al recriminarle a Tabaré Vázquez su política sobre el Río Uruguay en el mismo acto de asunción a su cargo.

Patiño Meyer cometió un error de forma, que le fue recriminado correctamente por el canciller uruguayo Gonzalo Fernández, y que fue el de realizar esta protesta mediante una carta abierta cuando lo protocolar era elevar una queja al Ministerio de Relaciones Exteriores, pero su protesta era válida, y su queja era tan comprensible como sensata su advertencia. Pero a Larrañaga no le dicen El Guapo por nada, y para demostrar que debe tener como tres huevos y 35 centímetros de pija, no sólo no dio ni la menor disculpa sino que mandó al embajador argentino a meterse en sus asuntos. El Guapo recordó cómo Kirchner -en este momento un ex presidente, no un futuro candidato-, se había metido en asuntos internos de Uruguay, diciéndole a Patiño Meyer: "le solicito que se calle y no se entrometa en los asuntos internos de la vida política uruguaya. No tiene ni derecho ni credenciales para ello." Tomá, porteño puto.

Pero eso no quedó allí, ya que convencido que era la hora de revolear pijas, el precandidato colorado Pedro Bordaberry -a quién una de sus canciones de campaña definía como El Jefe-, se refirió a Patiño Meyer diciéndole "A los Sarratea de estos tiempos les decimos que no se equivoquen"-, recordando al diplomático argentino Manuel de Sarratea, sobre quién pesa la acusación histórica de haber traicionado al padre (renuente) de la patria José Gervasio Artigas en 1812, algo que los uruguayos patriotas no olvidamos tan facilmente, porteños putos. El Jefe, que tiene tan buena memoria para la historia lejana, suele no saber nada de historia reciente cuando le preguntan por su padre -el ex dictador Juan María Bordaberry-, que tuvo una excelente relación con Argentina durante su presidencia, aunque por desgracia para ayudar a instrumentar la Plan Cóndor y para organizar asesinatos de políticos uruguayos residentes en Buenos Aires, como Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. Al parecer eran épocas de buenos argentinos aquellas, nada de Sarrateas ni nada por el estilo, sino patriotas rioplatenses dispuestos a colaborar en la patriótica tarea de matar hombres de paz indefensos.

El último lustro ha sido un tiempo de permanente hostilidad entre estos dos países indistinguibles para cualquiera que no sea de la región, una hostilidad alimentada por políticos miserables de ambos países a la pesca del fácil aplauso nacionalista. Pero lo que, en su aplicada competencia de pijas gigantescas, El Guapo y El Jefe no entienden es algo que hasta el Pepe Mujica -no precisamente la estrella más brillante del firmamento intelectual-político- tiene claro: Uruguay no va a mudar de residencia y que su mayor socio comercial sigue siendo Argentina, país que cuando se resfría nos hace estornudar. Argentina depende poco y nada de su relación comercial con Uruguay, al contrario, la estructura bancaria de nuestro país ha sido un magnífico puente de evasiones de los grandes capitales argentinos, pero para Uruguay esta relación es esencial. Uno puede entender -y apoyar si se está de acuerdo- que las relaciones se vuelvan rísipidas o tensas cuando hay intereses enfrentados pero, ¿qué sentido puede tener el ofender gratuitamente a gobernantes tan irritables y caprichosos como los Kirchner, solo para hacerse los machos ante los correlegionarios? Si el día de mañana Larrañaga asume como presidente y a Cristina se le ocurre saludar la asunción de quien usa su apellido de casada como un insulto prohibiendo, con alguna excusa ridícula, las importaciones a la Argentina de carne uruguaya. ¿Va El Guapo a contratar a los miles de desocupados que eso produciría inmediatamente? Si decide que ante la crisis energética no se le va a vender más energía al país vecino, algo que nos salvó del colapso lumínico un par de veces en los últimos años. ¿Nos prestará El Guapo el generador de su estancia? Es facilísimo hacerse el macho con el riesgo ajeno. Es facilísimo hacerse el macho, algo que parece ser el punto esencial de estas precandidaturas de personas mediocres que no entienden la diferencia entre un estadista y un hincha de fútbol.

***

Volvamos a los osos; el oso argentino que tanto molestó a los uruguayos era, por otra parte, uno de los más bonitos, de los mejor decorados. Algo difícil de decir del de Uruguay. Su autor, el sanducero Hiram Cohen, declaró haberse inspirado en su diseño de chorretes de pintura más o menos azarosos en el significado de la palabra "Uruguay"según el poeta Juan Zorrilla de San Martín, es decir, "río de los pájaros pintados". Hay que tener una imaginación muy libre para asociar el diseño de ese oso con pájaros multicolores, en realidad se parece más a la interpretación de un amigo mío, para quién el diseño le hacía pensar que el artista, luego de hacer sus necesidades fisiológicas y haber usado sus manos como papel higiénico, se hubiera limpiado las mismas en el desgraciado oso.

Literalmente el diseño uruguayo era el peor de los 140 osos exhibidos en la plaza. Entre otras cosas por su arrogancia arty: la idea de los osos pintados no era, claramente, la de hacer un ejercicio de abstracción desafiante, sino algo más bien relacionado con la simple artesanía. Algo que tratara, con buen gusto y humor, de informar algo sobre la nación que reprsentaba. Lo que el oso uruguayo informaba era solamente lo que ocurre con la concepción plástica de un país en el que desde hace una década el conceptualismo extento de la menor autocrítica -y financiado por los premios intercambiados por un círculo endogámico de artistas, jurados y curadores-, reina por encima de las más elementales consideraciones estéticas. El oso uruguayo no sólo es feo, es un oso perezoso, un oso haragán en su ejecución y arrogante en su selección. Una porquería de oso, la verdad.

Eso fue notado por muchos transeúntes, que comenzaron a hacer sentir sus voces de protesta recriminando la representación de semejante mamarracho, y tantas fueron las protestas que la Intendencia Municipal de Montevideo -la misma que demoró diez años en comenzar a proteger los monumentos nacionales de los parques de los ataques de los lateros, la misma que no parece ofenderse porque todas las paredes de los espacios públicos estén cubiertos de repugnantes pintadas políticas o incluso religiosas- decidió tomar parte en el asunto y, como suele suceder, el remedio fue peor que la enfermedad.

La solución no fue la de investigar la concepción estética detrás de la adjudicación del encargo a Cohen, o la de promover un debate público acerca de representación plástica oficial o arte en general (algo realmente necesario en estos tiempos en los que existen importantes sumas de dinero estatal dedicadas a la cultura y otorgadas bajo parámetros muy discutibles), sino encargar un nuevo oso uruguayo que nos representara mejor. Paradójicamente (o con sutil ironía), el mismo fue donado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y se le encargó al que aparentemente es el pintor oficial de la patria en estos días, Carlos Páez Vilaró. ¿Qué hizo Páez Vilaró, en su trabajo de carnero artístico? Maximizar la tendencia nacionalista chota de muchos de los osos y hacer un auténtico muestrario de todos los lugares comunes de lo que se considera "nacional". Vilaró incluyó un jugador de fútbol, un mate, una bandera, un músico de comparsa, un gaucho con guitarra, la torre del Estadio Centenario, la fragata Capitán Miranda, mucho celeste y una galera de los parodistas los Zíngaros, quienes lo homenajearon con una de sus "parodias" recientemente, lo que para Vilaró los convirtió instantáneamente en un símbolo nacional al parecer, lo cual no es de extrañarse ya que también está presente en el oso su propia casa, la irónicamente llamada "Casa Pueblo". In extremis, y luego de que lo había presentado a los fotógrafos de El País, le agregó -seguramente recriminado por la ausencia de "alta cultura" en su oso- un libro de Onetti, uno de Benedetti y uno de Galeano. Y en un acto de sublime chiquitaje, incluyó la imagen de Carlos Gardel en un homóplato del oso. Tomen, porteños putos.

El oso de Vilaró también es feo, pero es más coherente con el resto de la muestra y tiene al menos el grado mínimo de artesanía y técnica que exige esta idea más orientada a los niños que al público de las galerías. Pero el problema no son los osos sino más bien el hecho de que el ambiente artístico local guardó un patético silencio sobre el público y tremendo insulto que se le hizo a un colega; uno puede discutir la validez del más bien horrendo oso de Cohen, pero ese fue el oso seleccionado por un jurado y, si no se le consideraba representativo o era una gran cagada, lo que correspondía era recriminárselo a quienes lo seleccionaron o a quienes eligieron a Cohen para pintar al mismo. Una vez expuesto y acreditado, es de una grosería criminal el echar para atrás y pedir un nuevo oso a otro artista, haciendo oficial la opinión de lo fea o inadecuada que era la obra de alguien que había sido previamente elegido en forma también oficial.

Desconozco a Cohen e ignoro cómo puede haberlo afectado este insulto institucional, pero es algo que no le deseo a nadie. A mí se me enseñó, en Uruguay pero tal vez por otra clase de personas, que hay que hacerse cargo de las malas decisiones que se toman, y que cuando las mismas exponen a un tercero -en este caso Cohen-, hay que estar a su lado hasta el final. Ya se había hecho bastante el ridículo en forma anónima con el problema del oso porteño. Ahora se traicionó a un artista nacional en forma oficial y explícita. La decisión fue de la IMM, ahora bajo la administración del MPP-MLN y los tupamaros no se destacan precisamente por su poder de autocrítica, pero uno supondría que al menos podrían identificar lo que en una fábrica sería una brutal carnereada. Y los plásticos no se destacan por su solidaridad o empatía entre su gremio, pero me hubiera gustado leer al menos una carta de protesta sobre la humillación sufrida por uno de los suyos.

Los osos se irán en algún momento, y los alrededores de la Plaza Independencia -preparándose para el retorno de la presidencia a la misma- están rejuveneciendo y recuperándose de la brutal decadencia y tugurización que sufrieron en los últimos quince años. Pero ninguna consideración estética puede superar la sensación de profunda fealdad que vengo sintiendo en relación a lo "uruguayo" desde hace un tiempo. No me reconozco en esa pequeñez mental, en ese chauvinismo de enano con zancos, en esa cultura de lo desagradable y lo mediano, en esos candidatos posicionandose para la carrera por el poder montados en lo peor y lo más degradado de lo que se asocia con esta comunidad. No me sentía tan deprimido en lo político desde 1989, cuando el voto amarillo me expuso con claridad la cara oculta y canalla de la orientalidad, y veo día a día al país caminando, como quién se encamina hacia el paredón, hacia una opción de modelos perpetuadores de lo bruto, de la petulancia ignorante y autosatisfecha, de la vejez espiritual, de la jactancia teórica de una educación y una cultura a la que se ha saboteado de todas las formas posibles y a las que se desprecia burlonamente a la primer oportunidad, de la ausencia de responsabilidad mínima o de respeto hacia los espacios comunes. Del machismo terminal de una sociedad de gestos grandilocuentes públicos y cobardías íntimas.

Porque el hombre (uruguayo) es como el oso: generalmente en cuatro patas y de aliento asqueroso.